Por Gustavo Maidana: docente y pastor referente de la Cámara Pastoral de Zárate

Como profesor en el nivel secundario y como pastor, hay días en los que el corazón me pesa. Vivo con una profunda dicotomía frente a la baja en la edad de imputabilidad. Siento el dolor de las víctimas, claro que sí. Pero también me duele ver cómo tantos chicos y chicas son arrastrados por una vida que nunca eligieron. ¿Cómo no conmoverse cuando uno conoce sus historias? Nadie nace delincuente. Nadie elige el abandono, la violencia, el hambre, el miedo. No todos parten de la misma línea de salida, y eso duele. Duele verlos crecer en barrios olvidados, en hogares rotos, rodeados de un Estado ausente, sin un abrazo a tiempo, sin una oportunidad real.

Desde el aula intento enseñar geografía, pero también humanidad. Desde la fe intento llevar esperanza, aunque a veces siento que no alcanza. Los sistemas que deberían contenerlos no funcionan, y las drogas arrasan con sus cuerpos, con sus sueños, con su inocencia. El Estado, muchas veces, llega solo para castigar, cuando ya es tarde. ¿Dónde estaba cuando era tiempo de abrazar, de prevenir, de cuidar?

Como cristiano no puedo quedarme en silencio. Jesús nunca señaló al que cayó: lo miró a los ojos, lo levantó y le mostró un camino nuevo. La Biblia dice: “Defiendan la causa del huérfano y del necesitado; hagan justicia al afligido y al menesteroso” (Salmo 82:3). Esa es la justicia que anhelo. Una justicia con rostro humano. Una justicia que no se limite a encerrar, sino que también abrace, acompañe y transforme.

No hablo desde la teoría. Hablo desde la piel, desde los ojos de los chicos que veo todos los días. Necesitamos dejar de pensar solo en castigo. Necesitamos volver a mirar con compasión. Porque cada uno de esos pibes todavía puede cambiar su historia… si estamos dispuestos a creer en ellos.